Estimados amigos,
Creo que muchos de nosotros que nos convertimos en educadores lo hacemos porque queremos que nuestro trabajo sea importante. Amamos a los niños y creemos que podemos ayudar a sacar lo mejor de ellos, haciendo un impacto a largo plazo en sus vidas y futuros. Esperamos que nuestro legado perdure en el éxito de cada niño.
Pero cuando empiezo a mirar hacia la jubilación, he estado reflexionando sobre una realidad que nunca imaginé cuando era un joven maestro. Si bien es cierto que cada adulto en la vida de un niño influye en él o ella, hay otra enorme transformación que ocurre como resultado de esas relaciones. Los niños a los que servimos nos cambian como individuos y educadores de una manera profunda y duradera.
Cuando prestamos mucha atención, observando las interacciones de los niños, escuchando sus preocupaciones, viendo sus necesidades, observando su crecimiento, nos transformamos, tanto personal como profesionalmente. Nuestra empatía se profundiza, nuestras perspectivas y comprensión crecen. Notamos cuando un niño se esfuerza con las amistades, sonríe con orgullo o habla con confianza, y esas acciones nos dicen más sobre qué tal lo estamos haciendo como educadores más que todos los estudios de investigación combinados. Cada estudiante cambia la dinámica del salón de clase, informando nuestro trabajo e influyendo en la forma en que evolucionamos como comunidad de aprendizaje. Un obstáculo en el camino para un niño puede significar que reestructuramos nuestras prácticas y despejamos el camino para todos los niños que siguen. De esta manera, y en tantas otras, cada niño que atendemos pone un sello personal en nuestro distrito, cambiando nuestro futuro colectivo. No se trata tanto de que los niños sean parte de nuestro legado; más bien, es que somos parte de los de ellos.
Estoy muy agradecido por todo lo que sigo aprendiendo de los estudiantes que servimos cada día. Gracias por permitirme ser parte de su legado.
Atentamente,
Benjamin H. Picard, Ed.D
Superintendente de Escuelas
